El pasillo lateral, largo y descubierto, desembocaba
en el jardín del fondo. Lo primero que se veía era el limonero, alto, frondoso,
con sus frutos como soles cuando estaban maduros o semejantes a pequeñas lunas
marinas apenas despuntaban, confundidas con las hojas.
En esa casa crecí y di los primeros pasos, siempre
buscando ese jardín impecable por la dedicación que le prodigaba mi padre mientras vivió
mamá. La hierba era como una piel tierna que cubría la tierra; los junquillos
bordeaban el caminito central de cemento; los geranios y las hortensias
revestían con sus colores la descascarada pared medianera, la que un día había
saltado Mimosa, la gata gris y blanca, mi compañera de infancia, para
quedarse con nosotros.
Si me sucedía algo triste, desconcertante o alegre,
tomaba un pequeño banquito de madera y me sentaba a los pies del limonero,
siempre lleno de conversaciones de pájaros y del fru fru sedoso del viento. A
los pocos minutos se acercaba la gata y, con sus leves maullidos, se unía al
coro. Eran momentos especiales, allí declaraba mis sueños, mis temores.
La casa era vieja, irregular, porque a medida que se
agrandaba la familia, construían un cuarto. El mío fue el último y le
quitó una porción al fondo. Desde mi ventana tenía la mejor vista del limonero.
De tanto en tanto Bruno o Elio le daban un lavado de
cara a sus paredes rugosas con algún color poco convencional. Recuerdo aquella
vez que pintaron el comedor en un tono bordó, o vino como le decía Elio, que
hizo al ambiente más oscuro y tosco.
Bruno, el día que encontraron a papá muerto, sin
consultarme y con el cuerpo de nuestro
padre todavía en la habitación vecina, me informó que había decidido venderla. Yo
iba poco a la casa, la última vez fue para Navidad y ya estábamos en setiembre,
apenas a unos días de que mi viejo hubiera cumplido los sesenta y ocho años.
No me resignaba a que personas extrañas circularan por
los ambientes o recorrieran el jardín con sus historias a cuestas, desvaneciendo la mía. Que se apagaran definitivamente los últimos ronroneos
de la gata, que eligió morir en mis brazos unas semanas antes de que me fuera para
casarme con César. Como si no quisiera quedarse sola sin mis caricias.
La decisión de Bruno no fue el único final de ese
día. Cuando no estaba enojado su tono de voz solía ser neutro, igual al de un
locutor que está leyendo las noticias.
—Hace tiempo recibí una oferta suculenta por la casa
y que no acepté por el viejo. Hay una empresa interesada en comprarla, no por
la edificación que está descuidada, sino por el terreno. Demolerán todo para
construir oficinas.
Me miró sin verme, como si fuera transparente o le
estuviese hablando a un fantasma del pasado. Agregó:
—Ahora que te separaste esta plata te va a venir
genial para un nuevo comienzo.
Sinopsis
Piera (1970): rememora y reflexiona sobre momentos
claves de su historia. Es maestra de arte y artista plástica. También decide
recurrir a la escritura para profundizar más su viaje al pasado.
Luciana, su madre, una mujer de carácter fuerte, en la casa
todo giraba alrededor de ella. Muere cuando Piera tiene diez años. Renzo,
su padre, al poco tiempo de enviudar se casa con la Segunda para que cuide a Piera. Es profesor de
francés, italiano y latín. Cae en depresión con la muerte de Luciana. Elio,
es el hermano dieciocho años mayor, muy querido por Piera. Es periodista.
Estuvo poco en la casa, durante la dictadura militar tuvo que exiliarse. Bruno es
el segundo hermano, con el que Piera se lleva mal y lo considera el culpable de
que Elio tenga que abandonar para siempre la casa paterna. Ella desconoce el
motivo de la pelea entre los hermanos. Es agente financiero y su única preocupación
parece ser el dinero.
César es abogado, Piera se casa con él a los
veintiún años y se separa cinco años después. Es César quien le da indicios
sobre el secreto familiar. Piera visita a Micaela (que
fue novia de Bruno) y ella le confirma la sospecha de César: con Elio fueron
amantes.
Al poco tiempo de separarse de César,
muere repentinamente el padre de Piera.
© Mirella S.
— 2017 —