Se para en
el umbral del salón dispuesta a todo, con la altivez y el temblor propios de la
desesperación. Yergue la cabeza, adelanta los hombros pálidos y el escote
corazón del vestido negro sin breteles baja unos milímetros.
Vivian se
arregló cuidadosamente esa noche, acaso para comprobar que todavía atrae, que
pueden mirarla dos veces. Ha combinado con pericia sombras y luces alrededor de
sus ojos, para ocultar la amargura; el pelo es una nube esponjosa que atenúa
las mejillas socavadas. Esta noche no caminará las calles, deteniéndose en las
esquinas con una mano en la cintura y en la boca untada de rojo, una sonrisa que
ya no logra sea incitante. Necesita el dinero, saldar esa deuda, sabe que dispara
sus últimos cartuchos.
Quizás se
equivocó al elegir el casino. Los hombres están demasiado absortos en las
evoluciones del juego; sin embargo, cuando ganan quieren festejar, se sienten
generosos y ella va a estar allí.
Se pasea
entre las mesas, de tanto en tanto se detiene para observar. No le interesa el
tipo con la frente húmeda, que cada vez que los dados ruedan sobre el paño
verde se lleva a los labios un pañuelo, como si fuera un amuleto. Tampoco el de
los ojos voraces: son perdedores, igual que ella.
Compra unas
fichas, va hasta el bar y se acomoda en un banco alto, mirando hacia la sala.
Mientras bebe a sorbos pequeños su vodka con lima, escudriña la fila de mesas
más próximas. El casino está poco concurrido, es temprano todavía. Debajo de
las arañas ostentosas, el ambiente se ve desteñido. Las cortinas de terciopelo,
que en un tiempo fueron púrpura, están opacas por el polvo. Incluso las escasas
mujeres que circulan por el salón en sus vestidos de noche, muestran un aire
marchito.
Se mira en
el espejo que hay detrás de la barra. Su cara es una mancha que se pierde entre
las botellas de licores. Tiene la necesidad de toser, como si se estuviera
sofocando. Vuelve a inspeccionar la sala y entonces repara en el hombre. No es
muy alto, pero algo rotundo se desprende de su tórax. La expresión es
indiferente, con los ojos entornados de alguien sigiloso. Le viene la imagen de
uno de los actores que interpretara a James Bond -no recuerda el nombre- más maduro
y venido a menos. Lo único que le importa es que él está ganando. Y mucho.
Se acerca a
la mesa y se ubica frente al hombre. Sí, tiene un aire a ese James Bond; la
constatación le resulta favorable: siempre le había gustado la astucia flemática
de 007. El hecho de que esté ganando no afecta su impasibilidad y en sus gestos
hay desapego, suficiencia. Vivian coloca unas fichas al azar, que en pocas vueltas
se multiplican milagrosamente. Suerte de principiante, recuerda haberle oído
decir a su padre, en veladas remotísimas de chinchón y escoba de quince.
Al cabo de
algunas rondas el hombre hace una apuesta fuerte y pierde. Ella se inquieta al
ver que la pila de las fichas empieza a bajar de un modo inexorable. Con dedos
inseguros Vivian empuja las suyas sin fijarse donde las coloca, más pendiente
de las que le quedan al hombre. Cuando la ruleta termina de girar el crupier le
devuelve a Vivian una cantidad exorbitante de fichas. El hombre, sin
vacilaciones, distribuye el resto de sus fichas, después observa con los brazos
cruzados y los ojos falaces del jugador profesional. La rueda se detiene,
Vivian siente un escalofrío en su espalda desnuda, como si fuese su propia vida
la que estuviera en juego.
Ya no hay
fichas junto a las manos del hombre, es como si todas hubiesen ido a parar
delante de Vivian. Levanta la cabeza y sus ojos se encuentran con los de él.
Una sonrisa crece en la cara del hombre, si es que se puede llamar sonrisa a
ese gesto módico de los labios. Él mete una mano en el interior del saco, queda
en suspenso unos segundos y vuelve a ponerla en el borde de la mesa.
Ella se
desentiende de lo que ocurre a su alrededor y se concentra en recoger la montaña
de fichas que ganó. Después de todo fue una buena idea venir al casino, mucho
mejor de lo esperado: obtuvo lo que buscaba. Lo consiguió sola. Un golpe de
suerte, esos que a veces sorprenden por lo inesperado cuando se dejó de
desear y se cree que la vida es una sucesión de desgracias, de hechos
incomprensibles que no dan lugar a nada más que al intento sórdido de sobrevivir.
Sostiene las
fichas con las dos manos y las mece para confirmar su posesión. Se dirige a la
caja, el hombre le intercepta el paso y le murmura algo al oído. Vivian lo mira
y se topa con la impavidez de sus ojos y la sonrisa mínima. Lo mira casi
despectiva. Una burbuja de alegría le sube por la garganta y concluye en una
carcajada gozosa. Con la cabeza le hace un gesto en dirección a la salida.
El hombre la
está esperando cerca de la puerta. Ahora
es distinto, es por gusto, ella elige. El desconocido vuelve a hablarle, sus
frases son tan breves como la sonrisa y el tono bajo e íntimo no la
defrauda. Descienden la escalera, él la
toma por el brazo: podrían ser confundidos por marido y mujer o por viejos
amantes, ligados a los ritos de la cortesía.
El hotel
está contiguo al casino. En el vestíbulo hay un aroma dulzón a sahumerio, que
apenas cubre el olor rancio de cigarrillos y encierro; a Vivian esas cosas hace
mucho que han dejado de molestarle. El hombre saca la billetera y la abre: está
vacía. Con un movimiento sinuoso y sin mirarlo, ella se adelanta y enfrenta al
conserje.
El cuarto es
inútilmente grande, allí lo que cuenta es la cama. Los silloncitos de estilo
dudoso, la mesa baja con la lámpara envuelta en una pantalla rojiza, son apenas
una parodia de intimidad en ese sitio transitorio. Vivian se sienta en la cama
y se descalza. El hombre se para delante de ella, no está nada mal, aunque no
tenga la altura de ese 007. Lo hace porque ella quiere, se repite, siguiendo
con el índice el contorno de un arabesco del cubrecama, en un ademán sosegado
que la tranquiliza.
Más tarde,
el cuerpo del hombre tendido sobre el suyo, la empuja al quehacer mecánico de
cada noche. Él tiene el mentón fuerte y los ojos siempre entrecerrados, como
ranuras, en los que es imposible descifrar el color o alguna expresión. La
expectativa decae en la repetición de los movimientos, en la seducción
calculada. Es el antiguo mandato de complacer al otro lo que percibe Vivian, solo
que esta noche se han invertido los papeles.
Nada
diferente tiene lugar entre las sábanas frías, nada que ella no conozca hasta
el hartazgo o la náusea. Casi de inmediato el hombre se adormila, como vencido
por un cansancio insuperable. Lo mira perezosamente. Esta vez, sin ninguna
prisa, se viste. Ya no lo encuentra parecido a ese actor, ni es el 007
intrépido, tan seguro en su impenetrabilidad. El interés o la curiosidad del
principio han desaparecido y hasta su postura en la cama —el antebrazo cruzado
sobre la cara— es el camuflaje de la derrota.
Toma su
cartera y se inclina sobre él. La piel tiene la lividez del vientre de un
pescado que ha empezado a descomponerse y el trazo sombrío en la axila es un dibujo
obsceno en los restos de un derrumbe.
Estamos
envejeciendo, dice Vivian con la voz contenida en el fondo de su garganta. Abre
la cartera, saca unos cuantos billetes y los deja sobre la mesa de luz. Levanta
los hombros y con paso lento camina hacia la puerta.