El mocoso está más
desatado que nunca y no logro ponerlo en vereda. Hoy se porta peor porque la
madre fue a cenar con el tipo que conoció en la oficina.
Parece una araña,
trepándose por los muebles; ya me cansé de correrlo por todos los cuartos. Se
me acabaron los argumentos, decirle: Ariel,
calmate o se lo voy a contar a tu mamá, con él no surte efecto. Claro que
la culpa no es suya, cómo va a hacer caso si ella jamás lo reta. El mocoso le
tomó el tiempo, cada vez que se manda una macana o quiere conseguir algo
patalea y se revuelca por el suelo, ella empalidece y le promete el oro y el moro
con tal de que se calme. Entonces Ariel hace los últimos pucheros, se refriega
los ojos con los puños y detrás de las lágrimas finales asoma la sonrisa compradora
que usa para desarmarla.
Conmigo todavía se frena bastante, lo tengo cortito,
no le festejo las payasadas y me pongo seria cuando dice que le duele la panza
para no hacer lo que le pido. Sin mosquear le muestro el remedio de gusto
asqueroso y, mágicamente, se le pasan las ñañas.
Esta noche andaba con
ganas de mirar la película romántica de los viernes, por sus berrinches me la
voy a perder. No quiere acostarse, el muy turro. Se escondió debajo de la mesa
y está déle golpear el auto nuevo contra el piso; sé que no va a parar hasta
romperlo. A veces me da lástima, por lo del padre, que se fue de un día para el
otro y nunca más se supo.
Lo voy a dejar que se
canse y después lo meto en la cama. Cuando está así hablarle no sirve, se
retoba más, justo esta noche que necesito un poco de tranquilidad. Una también
tiene sus problemas y me iba a venir bien distraerme con la peli.
Él sigue
debajo de la mesa y me canta: Susi
dientuda, Susi tarada y tac-tac-tac
con el auto golpeando el piso. No aguanto más tanto bochinche. Trato de
sacarlo, pero él se corre y con la voz ya afónica grita:
—Soltame o le digo a mamá que me pegaste.
Con que esas tenemos. No
quiero ponerme en cuatro patas y arrastrarme por el piso atrás de él. Vuelvo a
sentarme en el sofá y me cruzo de piernas. Que le quede bien claro que no voy a
seguirle el tren. Es entonces que me acuerdo del hombre gordo y con voz
indiferente le digo:
—Si no salís de ahí y dejás de decir mentiras, va a venir el hombre gordo
a buscarte.
Lo del hombre gordo se
me ocurre por lo que pasó esta tarde. Mientras íbamos en el ascensor subió un tipo que era como una montaña de
gelatina de frutilla, Ariel se me pegó a las piernas y llorando pidió que nos
bajáramos. Sé que asustarlo con el recurso del gordo es igual a cuando la
abuela nos amenazaba con el hombre de la bolsa, las primeras veces nos
achicábamos, pero al ver que nunca aparecía, no se lo creímos más.
Con Ariel funcionó: se
calla de golpe, suelta el auto y se asoma. Apoya el mentón en las rodillas y se
las abraza. Oigo el inicio de unos hipos inconfundibles. En fin, va a moquear
un poco y después se quedará dormido.
Esquiva las patas de la
mesa y se acurruca junto a mis pies. Siempre me impresionó su piel tan lechosa,
con las venitas azules que se le transparentan a lo largo del cuello. Sus
mejillas están mojadas, los ojos se le agrandan y brillan, parece perdido.
Con un dedo sucio rasca
la costura de mi zapatilla. Me hace acordar al cachorro que encontré una vez en
la calle y me siguió hasta la puerta de casa. Lo empujo con el pie suavemente.
—Vamos que te acuesto —le digo. Me agarra
el tobillo con las dos manos.
—Quedate conmigo, no quiero dormir solo —me pide con una voz que
nunca le escuché. Chau película, van a ser las diez y está sin sueño.
Lo ayudo a levantarse y
lo llevo al dormitorio. Le pongo el piyama; está manso, entregado. Me doy
cuenta de que no deja de mirarme mientras abro las sábanas, aparto el edredón y
doblo su ropa. Ariel se tapa hasta el pescuezo y con esa vocecita nueva, dice:
—Susi, contame la historia del hombre gordo.
Eso no me lo esperaba,
qué sé yo del gordo del ascensor. La abuela no nos hablaba del hombre de la
bolsa, no sabíamos quién era ni de dónde venía, era sólo una sombra
escurriéndose en la noche o unos pasos que resonaban en la oscuridad. Sin
embargo algo tengo que inventar. Le arreglo la almohada, pienso en el hombre
gordo y en verdad es escalofriante. Como la masa de una torta
gigantesca que leuda sin parar, desborda el molde y chorrea blandamente. Lo más
siniestro es la cara, tan inflada que la boca y la nariz casi desaparecen. Los
ojos son dos pasas de uva, apenas sobresalen de la masa. De pronto quiero
olvidar al hombre gordo, con su impermeable oscuro que parece una carpa y los
pobres mechones que le decoran la calva rosa.
A pesar mío empiezo a
fabricar su historia, lo miro a Ariel y digo:
—Había una vez un hombre muy pero muy gordo y malvado, aunque antes él
no era así, era flaco y tremendamente bueno.
—¿Y por qué se vuelve gordo y malo? —me interrumpe
Ariel, ansioso.
—Eso sucedió después que lo engañaron —prosigo—. Él tenía siete hijos y trabajaba duro para
que no les faltara nada. A la noche volvía cansado, pero contento de poder
estar con ellos. A pesar de que eran desobedientes y caprichosos les traía
regalos, sin embargo cada dos por tres los chicos le faltaban el respeto, hasta
se reían de él, que sin darle importancia, decía que eran travesuras de chicos
sanos. El hombre gordo, cuando era flaco y bueno lo podía perdonar todo, menos
una cosa.
—Qué —pregunta Ariel, antes de que yo tuviera tiempo de seguir.
—Las mentiras —contesto sin pensar y al mirarle la cara blanca,
tensa, algo se me contrae en el estómago y me acuerdo de la expresión de Sergio,
cuando quise arreglar la metida de pata y él descubrió que había estado con
Julián.
—¿Y? —me apura Ariel. Sigo:
—Un día se entera de que sus hijos le mienten siempre… y cuando un
hombre bueno se enoja, agarrate Catalina, porque la desilusión le hace saltar
la parte oscura que todos tenemos adentro y… —qué estoy diciendo, Ariel me
mira y no entiende una palabra—. Esa
noche, mientras sus hijos duermen, el flaco que se volverá gordo, agarra un
cuchillo y los mata a los siete.
—¿En serio? —dice Ariel, con los ojos igual a dos lunas negras.
Se ha destapado, saca un brazo y mete su mano en la mía. Digo:
—Sí, y para que nadie se entere le pide a la mujer que se los cocine,
que le prepare niños envueltos. Y él se los come. Así empieza a engordar y se
convierte en el hombre gordo.
Ariel parpadea y su
cabeza se hunde un poco más en la almohada. Presiento que comenzar una historia
es como abrir una puerta. Quizás todavía esté a tiempo de cerrarla, de
retroceder y darle un final feliz. Sin embargo algo me empuja a seguirla en los
términos en que la empecé. El mocoso está asustado, no se va a dormir y me pasa
lo mismo que cuando la abuela nos contaba de la última esposa de Barba Azul,
que entra en la habitación prohibida y del horror de lo que descubre se le cae
la llave en un charco de sangre, y por más que la limpia no le puede quitar la
mancha.
—¿Y después que se los comió a los siete, qué hizo?
La pregunta de Ariel me
devuelve al dormitorio y a su alegre empapelado con ositos jugando. Froto mi mano
libre contra el edredón, como para limpiar una salpicadura que sólo yo puedo
ver.
—Bueno, de ahí en más el hombre gordo se dedica a perseguir a los que
dicen mentiras. Cada noche sale a buscar mentirosos y siempre encuentra a
alguno, por el olor los encuentra, las conciencias sucias largan un olor feo. El hombre gordo puede olerlo y el mentiroso terminará en la olla.
—¿Y la mujer del hombre gordo?
—Ah, ella también lo engañó y fue a parar a la olla.
Ariel gira los ojos,
inquieto, sus dedos están fríos.
—¿Y por dónde entra?
—Eso no lo sé, pero siempre consigue entrar.
—¿Y qué más?
—Nada más. Él camina por las calles, después que todos se fueron a
dormir. Camina despacio, por lo gordo
que es. Usa un impermeable oscuro. Sus ojos, que habían sido hermosos, ahora
son como virutas de metal incrustadas en su cara gorda.
Van a dar las doce, la
mamá de Ariel no tardará en llegar y al fin podré irme. Él se chupa los labios
resecos y dice:
—No te vas a ir, verdad Susi.
Niego con la cabeza y le
sostengo la mano fría y mis dedos también están tiesos y húmedos.
—Cerrá los ojos y dormite de una vez.
Pero él no quiere y los
mueve constantemente. Me duele ver su cara pálida, como si le hubieran
exprimido toda la sangre. Miro como los ositos en la pared arman juegos en un
bosque esmeralda.
El ruido de la llave en
la cerradura nos pone alerta. Unos pasos lentos se acercan por el pasillo. Ya
ni sé si los dedos que tiemblan son los míos o los de Ariel.