martes, 15 de mayo de 2018

La búsqueda

Imagen: Mustafa Dedeoglu



Recorre las calles y observa con atención. Aún no encontró esas palabras, las palabras que exclusivamente le hablan a él. 

Muros, portones, incluso las cortinas metálicas de los negocios solo ofrecen su desnudez, el polvo chorreado por las lluvias, a lo sumo jeroglíficos incomprensibles, iniciales y firuletes hechos con aerosol o aquellos graffitis escritos con fibras, que terminan por diluirse junto a la mugre. 

De tanto en tanto aparece el contorno de un corazón solitario, sin la flecha que lo parta en dos. Vamos, eso se dibujaba en otras épocas, cuando el amor dolía más; pero él sabe que es una afirmación falsa: el amor siempre duele en algún momento. Qué absurdo, cómo puede opinar si nunca estuvo enamorado, ni siquiera está seguro de que esos desgarros internos que sintió tengan que ver con el amor. El amor verdadero —se lo dice como quien repite el texto de una lección— si es verdadero no duele, al contrario, da alegría y ensancha por dentro. 

No debe perderse en digresiones, únicamente quiere encontrar la frase destinada para él. Si no la encuentra seguirá arrebujándose en la cueva de la incertidumbre en la que vive desde que tiene memoria.

Una vez, en un sueño sigiloso, él iba por una calle escasamente alumbrada y se arrastraba —como uno se arrastra en ciertos sueños, con lentitud y desgano— cerca de un paredón lleno de inscripciones y dibujos. Sus ojos semi entornados no conseguían ver lo que estaba escrito. Avanzaba como una oruga cansada.

Un escrito hizo que se detuviera. Su mano se extendió durante una eternidad hasta alcanzar esas letras que lo incitaban. Las tocó, igual que si las estuviera escribiendo. El revoque del paredón era tosco y le raspaba las yemas, pero continuó en su caricia porque esas cuatro palabras iban dirigidas a él. Eran cuatro, el único recuerdo certero que le quedó.   

En la penumbra apenas podía ver esas letras negras en la calle oscura de un sueño inverosímil, como todos los sueños. Y el observador lúcido que forma parte del soñador, le sugirió que buscara el nombre de la calle para encontrarla en la vigilia. Sus pies reptaron hacia una esquina ignota, con un farol sumergido en el follaje de un árbol. Vio el cartel y solo logró leer la primera letra, una “D”. El resto desaparecía en la hondura de la noche. 

Cuatro palabras perdidas que eran para él, una “D” y un árbol alto y frondoso en una esquina. Esa ha sido su búsqueda por años, que ahora se alarga hacia suburbios cada vez más ajenos. Como un ladrón de su propio sueño, él persigue aquellas cuatro palabras para que le despierten el alma.




©  Mirella S.   — 2010 —





miércoles, 2 de mayo de 2018

Little man




De vez en cuando recuerda alguno de sus viajes, ahora les perdió el gusto, el interés y los recursos. Su mente  convoca una escena que le quedó grabada de uno de los últimos que hizo sola.

Había ocupado una mesa junto a la ventana con vista al boulevard de esa avenida elegante. Todavía era temprano y las calles estaban tan frías que Clara necesitó dejar de recorrerlas con sus pies doloridos y la garganta irritada.

En el vidrio vio un tenue reflejo de sol que quería y no quería aparecer. Igual que ella, siempre queriendo y no queriendo mostrarse. O no pudiendo surgir, como un sol vencido por las nubes.

El café estaba en la planta baja de la librería más prestigiosa de la ciudad; en ese viaje se había convertido en su lugar de asilo. Ya había comprado dos libros y tenía su café, podría permanecer horas allí, era mucho mejor que regresar al deprimente cuartucho del hotel, oscuro y angosto como una celda.

Abrió uno de los libros, leía bastante bien en inglés, pero aquella mañana no lograba concentrarse. Sus ojos fluctuaban desde las letras hasta el exterior y vagaban por el ambiente cálido. Se acercaba el mediodía y las mesas se iban ocupando. En la más próxima una mujer anciana bebía a cucharadas una sopa roja y espesa.

Cuando no quedaron mesas vacías, los que entraban compartían con las que aún disponían de una silla libre. Un hombre canoso, de aspecto distinguido, se sentó enfrente de una chica asiática portadora de un buen surtido de piercings que, pensativamente, cortaba un waffle con frutillas.

Clara disfrutaba de su rol de observadora. Vio a un hombre flacucho, de muy baja estatura que deambulaba por el local con su bandeja extendida como una mano pidiendo limosna. Se acercaba en su dirección y ella, con cierto asombro por su iniciativa, le indicó el asiento de enfrente sin ocupar. El hombrecito quedó en suspenso unos segundos y agradeció mientras apoyaba la bandeja sobre la mesa.

Estaba muy bien vestido, era tan menudo que hubiera jurado que sus pies no llegaban a tocar el piso. Tenía la cara de un niño viejo y un problema un tanto escalofriante en la vista. Usaba lentes y el ojo izquierdo aparecía desmesuradamente agrandado, como si el vidrio fuera una lupa. El derecho era normal, de un azul tímido. Sintió una emoción exagerada, una ternura que le pareció fuera de lugar.

Somos dos marginados, dos que no tienen demasiado que ver con el entorno, raros, torpes. Mentalmente se rió: qué flor de proyección te mandaste, Clara. El hombrecito avanzaba sobre su porción de tarta de verduras con bocados enérgicos.

Él debió sentir su mirada y le preguntó si no almorzaba. Ella, en su pésimo inglés, le contestó que no tenía hambre, había desayunado tarde. Iniciaron un breve diálogo insubstancial, Clara no entendía del todo las frases pronunciadas por el ocasional compañero de mesa y estaba más pendiente de lo que le provocaba su presencia.

Le hubiera gustado contarle el encuentro a Pablo. Ese viaje lo había planeado y hecho sola, en una de sus tantas escapadas que, como un maremoto, la asaltaban de vez en cuando en la imperiosa urgencia de alejarse. Pablo le habría prestado poca atención, ocupado en chequear los mensajes que lo apuraban a anticipar la entrega del guión. Se habría limitado a decir, con un sarcasmo recientemente adquirido: qué galán te echaste. Clara comprendió, mientras miraba al hombrecito, que hay sensaciones y hechos que no se pueden compartir, que son para uno, que deben preservarse como pequeños objetos frágiles que, si son exhibidos, se distorsionan.

El hombrecito se quitó unas migas de las comisuras con la servilleta y le sonrió. Clara sintió que esa sonrisa era todo lo que necesitaba en ese momento. Una sonrisa triste, parecida a la de ella. La sonrisa de un alma irremediablemente melancólica.

Él miró su reloj, que parecía bailarle en la muñeca diminuta. Suspiró y dijo algo incomprensible, metió la mano en un bolsillo interior del saco y le tendió un cartoncito blanco. Ella lo tomó sin leerlo y trató de descifrar lo que le decía esa voz quebradiza y lo único que comprendió fue que quería volver a verla, tomorrow, misma hora, mismo lugar. Misma sonrisa triste.

Clara, como si otra lo hiciera por ella, movió la cabeza en un gesto de asentimiento. El hombrecito se levantó, se puso el abrigo, le estrechó la mano y se perdió entre las mesas.

El sol le ganó la partida a las nubes y su luz ambarina perfiló los rascacielos. Clara leyó la tarjeta: Edward Gibson, councelor y debajo un par de números de teléfono.

No se preguntó por qué había asentido ante la invitación. Mañana a esa hora estaría en el aeropuerto.



©  Mirella S.   — 2017 —