Candela Astorga prepara el equipaje sin nostalgias.
Tiene cuarenta y dos años y es la última vez que recorrerá a solas la casa
donde ha vivido desde su niñez.
Descubre que el cierre de la valija está descosido en
un extremo; no hay tiempo para cambios y la asegura con una tira de elástico.
Un hecho, trivial en apariencia, que la conecta con otro lejano: el relato —que
había escuchado tantas veces y que imaginara otras tantas— de cuando su abuela
materna Dolores vino de España con una valija de cartón sujeta con hilo sisal.
La semejanza le parece propicia para la clausura de un ciclo.
La abuela había viajado en un barco lento y atascado
de fardos, baúles y familias que escapaban de la Guerra Civil. Antes de partir
se había casado con Pedro Astorga, su gran amor. La historia se la contó
innumerables veces, siempre con su voz similar al roce del papel de seda. El
largo trayecto en barco fue su luna de miel. Desembarcaron en Buenos Aires,
ella con diecinueve años, él con veintidós; luego de los trámites en
Inmigraciones, subieron a un traqueteante tren a vapor que tardó ocho horas
hasta Rosario. Allí los esperaba el tío de Pedro, un hombre considerable en su
estructura física, aunque desconsiderado en sus modales.
Don Juan Astorga era soltero, andaría por los cuarenta
y los alojó en un cuartucho en los fondos de su ferretería. A su sobrino le
encargó las tareas más duras, que él llevaba a cabo con mansa aceptación. Pedro
era un espíritu sensible, nacido bajo el signo de Piscis, con ojos soñadores,
que parecían elevarlo a regiones de la realidad que trascendían los rollos de
alambre, las latas de pintura, los clavos y tornillos que lo circundaban. Que
hubiesen llegado a la
Argentina durante un eclipse total de luna había sido, según
la abuela Dolores, un pésimo auspicio. Las consecuencias se revelaron meses más
tarde: una extraña enfermedad postró a Pedro y murió a los pocos días.
Candela conserva las reflexiones de la abuela como un
legado: con el nombre que me pusieron,
Dolores, estaba predestinada a andar con el sufrimiento a cuestas; los nombres,
igual que las palabras dañinas, dejan una marca indeleble. Por eso, para sus
hijos eligió nombres optimistas: Buenaventura, Feliciano y Aurora, a la madre
de Candela.
La abuela se regía por algunos conceptos esotéricos. Decía
que el momento más bello y positivo del día es el amanecer; los matices del
cielo son diáfanos y proponen un nuevo comienzo, una actitud de esperanza hacia
el porvenir. Sin embargo con Aurora no acertó, ella fue una mujer amarga, de
ojos infranqueables, con el rencor royéndole el alma.
El destino de la abuela Dolores se cumplió primero en
Rosario, donde nacieron sus tres hijos y más tarde en Buenos Aires, en una concatenación de sucesos infaustos, que
consolidaron sus creencias de que todo está escrito. Después de la muerte de
Pedro fue como si una parte de ella hubiese pasado por el tormento del fuego,
le consumió deseos y expectativas y le forjó otro sentido de las cosas.
Aseguraba: el libre albedrío es una ilusión,
lo único que se puede hacer es no generar resistencia ante lo que la vida
dispone para cada uno. Lo que no significa resignarse.
No le quedó otra alternativa que seguir viviendo en la
casa del tío Juan, quien la usó de sirvienta. Al tiempo, se le metió en la cama
y se ahorraba de ir al lupanar —así le decía Dolores al quilombo del puerto—
hasta que por comodidad y para que otro no se la robara debido a su serena
belleza, la ató con el anillo del matrimonio. Todos los años le daba un hijo,
pero después del nacimiento de Aurora, Juan quedó impotente y reemplazó las
embestidas nocturnas por brutales palizas, una manera de descargar su
frustración de macho.
Juan era una bestia de carga; sus únicos pasatiempos
fueron las doce horas diarias en la ferretería y acumular ahorros. Odió a
Aurora porque la consideró la culpable del menoscabo a su virilidad; instruía a
los dos hijos varones en el desprecio por la mujer y el fervor hacia el
trabajo. Tuvo la piedad de morirse de un ataque cardíaco el día que Dolores
cumplió los cincuenta y tres, luego de haberla denigrado más de treinta años.
La abuela agradeció a las fuerzas del universo por el imprevisto regalo, inició
la sucesión y se deshizo lo más pronto que pudo del negocio y de la casa. Los
hijos ya se habían ido, huyendo del rigor paterno y los dos mayores prosperaron
por su cuenta. Dolores vendió los muebles y a medida que vaciaba la casa
encontró una pequeña fortuna, dispersa en varios escondites. Alquiló el negocio
y se fue a Buenos Aires a vivir con Aurora y con Candela, que recién empezaba
el colegio primario.
Se mudaron a la casita con jardín en Floresta y
Dolores hizo lo que sabía hacer mejor: criar a su nieta, mantener el hogar
impecable y esparcir el aroma de la placidez a su alrededor. Comprendió que ya
no lograría rescatar a Aurora del caparazón en el que se había guarecido; aún
estaba a tiempo con la niña, que crecía en el yermo paisaje que era su madre.
Dolores la salvó de la indiferencia de alguna vecina que la cuidaba, mientras
Aurora iba de un empleo a otro pero, fundamentalmente, la salvó del espíritu
árido de su propia madre.
La abuela tenía un inagotable repertorio de cuentos,
inventados sobre la marcha, que eran el reflejo de su infancia y adolescencia
valenciana, a través de los cuales mitigaba la nostalgia en la evocación del
Mediterráneo y sus aguas color zafiro. De a poco introdujo a la nieta en el
mundo secreto del Tarot, y desde sus arquetipos parecía convocar para sus niñas la comprensión y la benevolencia,
tan escasas en sus vidas. El tío Juan —así llamó siempre a su segundo marido—,
le decía bruja negra o diablesa cada vez que la sorprendía consultando las
barajas que trajera de España. Y con sorna le preguntaba cómo era que no
había podido predecir su temprana viudez ni lo aciago que sería su exilio de la
patria. El viejo le decía —quizás no tanto porque lo creyera, sino con el fin
de mortificarla— que con sus malas artes había eliminado a Pedro para quedarse
con él y sus posesiones; que lo había embrujado hasta que consiguió la libreta,
pero él, Juan Astorga, era más poderoso que ella, se libró del hechizo y la
mantuvo a raya con las palizas.
Candela le preguntó si realmente podía predecir que algo malo fuera a suceder. La abuela desviando los ojos como si buscase la respuesta
en memorias pretéritas, le contestó que las predicciones eran armas de doble
filo. Lo que las cartas le habían transmitido antes de partir fue la intuición
de futura infelicidad y que debía disfrutar al máximo cada momento con Pedro,
lo que por suerte había hecho. Al nacer Aurora hizo una tirada y en la lectura supo que su hija le depararía
pesar, pero también un júbilo enorme. Lo dijo con su sonrisa apacible y
acarició la mejilla de Candela.
La abuela Dolores había muerto unos meses atrás de
esta noche plena de recuerdos de valijas míseras e historias irrevocables. Se
durmió para siempre a la edad de noventa años, en un atardecer azulino de
niebla, recostada en su mecedora.
En cambio la muerte de Aurora, la hija rebelde y
áspera, había ocurrido muchos años antes, cuando Candela tenía quince. Aurora
fue una madre soltera. Apenas terminó el secundario se escapó a Buenos Aires;
de esa época hasta que tuvo a Candela nunca habló, ni siquiera con su madre.
Reapareció en Rosario con un embarazo de siete meses, se quedó unos días, los
suficientes para que el viejo Juan desplegase su desprecio y armara alborotos
tirando platos y cubiertos contra las paredes.
Dolores, a espaldas de su marido, que recién aparecía
a la hora de la cena, se había formado una clientela como tarotista. Compró un
pasaje y fue a Buenos Aires en cuanto Aurora le avisó que le faltaban días para
el nacimiento. La acompañó durante un mes en la sórdida pensión donde Aurora
vivía. A su regreso a Rosario, se atuvo a las consecuencias de su partida.
De su padre Candela no supo ni el nombre ni quién era:
se había esfumado de la vida de Aurora y fue para ella un fantasma imposible de
olvidar. Su madre ejercía trabajos misteriosos y cambiantes. Decía: voy a hacer horas extras, no vengo a cenar.
O: ahora estoy en otra empresa y vuelvo
temprano. Pero la mayoría de las veces no daba explicaciones. No era ni
linda ni fea, tampoco le importaba su aspecto, vestía casi siempre de negro y
había heredado el mutismo y la dureza del padre. Un solo interés manifestó en
su corta vida: el amor por la música, especialmente el violín. Dolores le había
regalado uno antes de que abandonara Rosario: lo tocaba con una sensibilidad
que no correspondía con su carácter agrio.
Su muerte fue tan enigmática como su vida. Nunca se
conoció la causa, si fue un crimen, suicidio o si un día algo en ella dijo
basta y decidió morirse en el banco de una plaza. La autopsia no reveló drogas,
venenos o golpes. Dolores, con la congoja latente en su voz, dijo que jamás se
sabría la verdad porque era luna nueva, momento de tinieblas, donde no puede
verse nada y todo queda oculto.
Para Candela no significó una gran diferencia no tener
más en su vida a esa figura distante, esa ilusión de madre, que se proyectaba
como una sombra chinesca en el telón de sus días.
Comenzó su propio camino de aciertos y errores, de
elecciones y rechazos, siempre bajo el ala protectora de la abuela y junto a
ella se sumió en la añoranza de la tierra de los antepasados, en la Valencia que el
Mediterráneo acariciaba con labios pálidos de espuma. Se olvidó del presente,
de ser fiel a una vocación, de entregarse al amor que le ofrecieron y formar su
propio hogar. Siempre estaban la abuela, las cartas de Tarot y los sueños.
Ahora debe ponerle un
broche a los recuerdos, como le ha puesto el elástico a la valija.
Mañana partirá para España a cumplir un sueño o a destruirlo definitivamente; a
hacer algo por sí misma y por las mujeres de su familia; cerrará un ciclo y le
dará un sentido a más de setenta años de sufrimientos.
Un nuevo inicio, otra aurora simbólica, sola, con su
valija desahuciada y las cartas de Tarot, a los cuarenta y dos años, justo en
la crisis de la mitad de la vida. La abuela Dolores le hubiera dicho: cuando se mira hacia atrás y se ven
únicamente ruinas, es hora de cambiar el rumbo.
© Mirella S.
— 2010 —